Pro memoria: III

III

Asolado templo por las cenizas del corazón, altar furtivo de unos ojos misericordiosos que el paraíso ofrecieron; lúgubre recinto de un ambulante penar, asilo de abandonadas esperanzas; rincón donde solo el alma percibe alivio. Santuario durmiente de neblinosas  lágrimas que adormecen el trinar de las aves.  Casa de rezos afligidos que aún añoran su fe; misa de recuerdos por un alma misionera que vagó por sobre un valle de sus soledades, miserias y lamentos; oradora de un sueño sembrado por la tristeza de Dios, y que padeció por el corazón que le fue negado. Misterios que dobla las campanas de los ángeles negros, elegía de una María que lamenta haber sido madre; y, deliró entre sus lágrimas con arrebatarle la vida a su hijo, a fin de no continuar viéndolo lastimado; inefable pecado misericordioso que el silencio de Dios recela.

Ahora el triste lucero de su mirada, se habrá ahogado en las profundidades de un inhóspito sentimiento; entenebrecido, quizá, por el encanto aciago de un día gris, o arrullado por el palpitar de alguna áurea palabra que para sí conservo; algún nombre que jamás profirió, una letanía inconclusa por miedo a creer; un ten piedad de nosotros que decidió pagar a su persona. Y ahora, quizá sus viejas golondrinas, obnubiladas de un temporal insospechado,  habrán de navegar arrostrando sus marchitas esperanzas, en busca de algún otro relicario ceniciento en donde anidar el padecer de Cristo. Y quizá ahora su voz sea dulce, calma, resignada; y sus plegarias escuchadas. Quizá aún sea viandante, extranjero, triste. 

El lucero de sus miedos titila en lo profundo de un sueño, que sólo los que partieron conocen.

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