Pro memoria: II

II

A las orillas de sus corazones, ambos aguardaron por la presencia de un milagro. La mujer, devota de un juramento, contemplaba la senda de la despedida, con el amor de la confianza, el célico mar, se esbozaba en el fulgor esperanzador de sus anhelos, floreciendo más de una alucinación con la figura que sus adoraciones peregrinan. Mas, la losa ardiente de los días consumió sus convicciones, cartografiando más de una dubitación sobre su rostro religioso. Asolado con el marchar de las noches, calcinado por  la lacerante empresa de encarar la decepción, más de un llanto ahogó en la noria de sus desengaños, por miedo a que el cielo se percatase de su falta, y tomase como contrición el fatídico hado que su corazón se negaba a prorrumpir. Entre miradas, regalaba una triste sonrisa, aciago sacrificio que siempre corresponde al castigo, gesto noble de quien decide ir al infierno por amor, a la afable criatura ciega que con sus difusos ojos confesaba su alma; mientras sus brazos cuestionaban  la palabra de un desteñido retrato,  ausente viajero de sueños,  confusa piedad divina que arroba la dicha, mas siempre permite recordar, pedazo de cielo artificial. Desistido el Sol de no lograr cegar voluntad alguna, marchose  un ocaso, consumido, porfiando sobre su virtud, en pos de él, le acompañó un mirar ledo de presencia ingrata y  sin porvenir; y, el viento solidario, dispuso las nubes a rendir luto, compartiendo el sufrir; velando, ambos, los días que partieron.  

Desangelado pasaje, de una arcana biblia de tantas sin devotos. Marineros de sus desgracias, ambos, ciegos, divisaban como se ahogaban sus dichas en un mar de tinta que Dios derramó vencido de sí, tras el arrebato de demasiadas promesas. Fieles confidentes de sus silencios, mártires leales de sus recuerdos, se propusieron, a pulso luctuoso de juramento, gastar el tiempo restante como adeptos comulgantes recién conversos a la fe de un redentor fenecido que contemplan un cielo falto de paraíso.

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