Pro memoria: I



I

En la penumbra de una ruina, yace, desolado, el cuerpo de una mujer, cansino, marchito, adolecido por las noches de llanto, el recuerdo de los días; su anochecido cabello niega su existencia, sereno mar de penumbras  casi muerto; y sus taciturnos párpados ciegan su voluntad. Un suspiro de luz vela su pena, ajeno, retraído, inconsciente de su bondad, inadvertido de su tristeza, insospechado por su mártir, negado de importancia. El cielo solidario promete ofrendar su llorar; sin embargo, su palabra es arrastrada por otros vientos, más queridos, más necesitados. Son las aves el latir de la mujer, pues en su trinar se entona la elegía que su mirar misionó por años. Ahora, su ojos desiertos de fe, se rinden a la merced del tardío misterio. Las grietas de sus labios, sepultaron pregones, hesitaciones, mentiras; y sus acartonadas muñecas de nieve desertaron de sus plegarias,  viandantes cada una de sus defectos partieron a diferentes sendas. Fantasma aún porfía entre la vigilia y el sueño; atada al purgatorio por un rosario inconcluso. Un Cristo tendido, a su costado, pretende consolarle; mas, ambos, penitentes de sus calvarios, no prestan mayor cuidado que a sus propios decesos. Un retrato doliente rinde su disculpa, y prosterna su rostro a sus pies. Bella estampa del silencio, luto a un milagro.

Indolente, egoísta, profano; susurra un risueño, a las afueras del humilde santuario. Una endeble criatura, muda, sorda, ciega, se regocija al descubrir los misterios que aguardan sus manos; preso absorto de la dicha, se determina a desvelar el infinito resguardado entre sus dedos. Vencedor del tiempo, desconoce las estaciones; y sepulta, en favor de ayer, lo que atesoró hoy. Es su risa una célica melodía arcana, la angelical balada de un cruel mandamiento; una oda inefable para el alma pecadora de amor.

Cuando las hurañas montañas comienzan a negar la despedida del hado. Exhausto del júbilo, hastiado del paraíso, la criatura emprende vuelo lento al infierno. Al umbral de su destino, su rictus se torna mundano, la soledad asedia su corazón con el céfiro de un sentimiento. Frágil deambula en las penumbras, en búsqueda de un clamor familiar. Rendido al cuerpo de una nube negra, le encuentra. Raudo, por temor a la desolación, se aproxima a la mujer. Sus manos de papel se disuelven al acariciar la nieve. La mujer se esfuerza en resarcir el afecto; sin embargo, no es capaz de ofrecer salvo un lacerante intento de resarcir su mirada.; encontrando, en la noche de los angelicales ojos, el reflejo contusivo de su miseria. Su mirada empieza a cobrar vida, comenzando a sangrar. Preso de un ignoto quebranto, la criatura, responde al amor, imitando el gesto.

Necesitado de cielo, la criatura desciende a Cristo, y toma su lugar en la nube negra, procurando fundirse en la nieve.

Ajeno a todo, el cielo distante cumple su trasnochada promesa, y comienza a plañir.

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