El infierno no es un lugar que los ángeles suelan frecuentar

El infierno no es un lugar que los ángeles suelan frecuentar.

Acepté, por compasión,
por el hastío del vacío
de la ausencia del dolor,
la compasiva limosna,
la invitación de caridad,
al volver a soñar,
a vivir el ayer 
y despedirme del hoy.

Acepté la voluntad del día,
pues en su figura 
vi
un recuerdo incapaz de olvidar.
Su triste mirar
me volvió a enamorar,
apreciando de nuevo
el sol del
prometido abril otoñal.

Me dejé domar por sus encantos,
una vez más. Su silencio
decantaba pasajes paganos
de perdidas ilusiones.
Falsas pretensiones
de conquistar
un amor de nombre felicidad.

Acepté una hiriente bondad,
ya que me era necesario
un poco de polvo
para matizar mi gris realidad.

Acepté que las sombras hablaran,
que los fantasmas revivieran,
que el día llorara,
que las virtudes fueran lamentos,
que mis defectos me laceraran.

Acepté mi reflejo en el negro espejo,
conociendo mi penitencia
por el desafiar la divina voluntad,
por escribir y añorar, querer, ser feliz.

Acepté que te negaras a asistir
a la cita que la vida nos planeó;
acepté que no estuvieras allí,
después de todo,
el infierno no es un lugar
que los ángeles suelan frecuentar.

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