La ciudad perfecta



La ciudad perfecta


Cuando la desolación es mi mejor amiga y susurra a mis oídos palabras dulces, compasivas, repletas de melancolía, suelo dejarme llevar por las huellas que en pos de su marchar deja, hipnotizado, deambulando sin conciencia, sin esmero, de manera mecánica, sin esperar encontrar cosa alguna, sin siquiera buscarla.

Mientras la desolación seduce mis oídos y excita a mi ser, en mi marchar se alzan los edificios, se visten las terracerías de asfalto, mas sus vestimentas reflejan el largo tiempo que han esperado, los hogares surgen de las profundidades de manera torpe y taciturna, unas llegando a alcanzar al cielo como si desearan de manera desesperada lograr ser un rascacielos, la supremacía, superioridad de los dioses llamados edificios, mientras otras se resignan a lo guajiro, sin deseo a trascender y el resto ni siquiera a existir. No obstante, pese a las diferencias todas se mantienen unidas otorgándose calor de manera mutua no como acto de aprecio, cuanto menos amor, mucho menos respeto, sino tan solo como un acto egoísta que engendra la necesidad sin consciencia existente más allá del bien propio. Otorgándose calor unas a otras, haciendo frente al gélido y longevo invierno.

Mientras la desolación enmaraña a mis ser con las palabras que deseo, necesito escuchar, me pierdo con voluntad propia y culposa, como un feble ante el pecado de la dicha, en la ciudad perfecta, a la cual todos solemos entrar pero sólo pocos salir.

La neblina se vuelve espesa, se coagula, el cielo se reprime, mas nunca quiebra en llanto, donde las únicas luces permisibles, son las que emanan de viejas e inseguras farolas, que en esporádicas ocasiones faltan respeto al manto oscuro, manchando su pureza con fulgores opacos, mas regularmente se denigran rehusándose a sus virtudes, al propósito para el cual fueron concebidas. Donde la composición maestra que es entonada de forma cíclica es el silencio, mismo que en ocasiones es acompañado por coros de las voces de los vientos.

Mientras me convierto en un prisionero, incauto de la desolación, la ciudad perfecta se muestra ante mí: aquella en donde la soledad no es un capricho, un ingrato deseo, sino una primordial necesidad que toda persona disfruta sin culpabilidad alguna, en donde el silencio de las personas es una costumbre, y el dialogo solo sé engendra por medio de las miradas, en donde las personas conocen y aprecian el valor del saber mirar así como el del silencio, en donde si las personas tienen la necesidad de palabras, estás las derrochan de manera incontrolada vertiendo su podredumbre sobre la pureza del hasta más mediocre papel, en donde si las personas tienen la necesidad de palabras, ellos escuchan las de sus semejantes con sus ojos.

Mas en cualquier paraíso existe una condena, una maldición, una peste. Solo existe una cosa que en realidad, me acongoja, me preocupa, me desgarra, esa es... el amor. ¿Que sucederá si las personas conciben la necesidad del amor, del amar y ser amado?, ¿acaso el paraíso se transfigurará en más torturador infierno? A quien quiero engañar, es demasiado tarde, sé... sé la respuesta.

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